RELATOS
DON SEVERO, EL VENDEDOR DE SANDÍAS
Escribe: NORBERTO MALAGUTI
Presidente de la Junta de Estudios Históricos de Villa Devoto. Vecino
En esos viejos tiempo de los cuarenta, era común observar el nutrido desfile de carros, del lechero casi siempre a la misma hora, el sodero, a ese carro rascacielos, repletos de sillas, hamacas, plumeros y vaya a saber cuántas cosas más, o el afilador de cuchillos y tijeras con su bicicleta herramienta denunciando su presencia con el silbato, una especie de siku.
Pero lo que más nos atraía a nosotros, los de la barra, era cuando llegaba la temporada de las sandias.
Para ese entonces volvía a aparecer el pequeño carro rojo descolorido, modestamente fileteado, repleto de sandias, redondas, alargadas, grandes o pequeñas, esas pelotas verdes veteadas cuyo imaginario sabor nos hacía despertar un deseo irrefrenable.
El vendedor y conductor del vehículo, era un hombre hosco y malhumorado, al que nosotros habíamos decidido bautizarlo “Don Severo”
Empezar a justificar su mote, nos llevaría a explicar una muy importante historia, por lo menos para nosotros.
Circulaba por nuestra calle, sin siquiera pagar peaje, con el desgaste y daños ocasionados por el inmenso peso que trasladaba, sobre todo después de alguna dia de lluvia, dejando profundas huellas de las ruedas y las pisadas de ese robusto petiso.
Razón más que justificada para ejecutar una compensación.
Todo empezó, llamándolo y rogándole si no tenía alguna sandia rota o media picada para regalárnosla, las primeras respuestas fueron un no rotundo, después que le pidiéramos dinero a nuestras madres, y finalmente ni siquiera una respuesta, de allí nuestro bautismo de Don Severo.
“Dicen que no hay pacto más importante para fortalecer la amistad, que la complicidad”.
Desde esa premisa, surgió la necesidad de un secreto y elaborado plan para que esa pirámide tan prolija se derrumbara e hiciera precipitar varios ejemplares al piso, se partieran, esperando que pudieran quedar algo a nuestra merced.
Después de manejar varias alternativas, que descartábamos por muy delatoras o complejas, surgió el plan perfecto, que sellaría esa prueba irrefutable de amistad.
Sabíamos que Polola, era un virtuoso de la honda, su puntería era infalible seria nuestro as de espadas.
Paso a contarles.
Un grupo nos reuniríamos en la primera esquina y simularíamos jugar a las bolitas y cuando Don Severo pasara para no despertar sospechas haríamos nuestro ritual pedido, y vigilaríamos de reojo la marcha el carro.
Casi en una vereda muy próxima a la esquina, estaría Polola, nuestro franco tirador, con su honda escondida bajo su pierna mientras simulaba jugar al dinenti.
Cuando el petiso franqueara ese elevado camino de adoquines, que la Municipalidad construía para que los vecinos pudieran cruzar la calle de tierra en los días de lluvia, se concretaría la parte final del plan.
El petiso estaba muy bien amaestrado, al sentir que la rueda hacia tope con la senda, arrastraba el carro suavemente, como para evitar la desestabilización del vehículo y el derrumbe de la pirámide.
Ese era el momento preciso, Polola, lejos de las miradas de Don Severo y en un ángulo perfecto de tiro, tomaría la honda, la cargaría con una piedra del juego de dinenti, apuntaría al vientre del animal y dispararía.
Cuál sería la consecuencia, seguramente el animal al espantarse pegaría un brusco arranque que indefectiblemente produciría el derrame del fruto deseado, entonces solo era tiempo de esperar.
Bien todo fue pasando de acuerdo a los previsto, el reclamo no respondido, observar de reojo a Polola, vimos cuando cargo la honda, apunto con su precisión indiscutible, pero vaya sorpresa y estupor, el petiso cruzo con total delicadeza el paso de piedras.
Interrumpimos nuestro simulado juego de bolitas y nos trasladamos al encuentro de Polola, el a su vez se acercó a nosotros que estábamos dominados por la terrible sorpresa e incertidumbre de lo que había ocurrido, si era imposible que pudiera fallar.
Ese recorrido de casi cien metros era un desfile de preguntas y conjeturas, como pudo fallar? si había sido preparado hasta el último detalle.
Cuando estaba a unos escasos cinco metros, nuestro David, sin abrir la boca nos dio la respuesta, alzo su mano derecha y pudimos entender lo sucedido.
La honda al estirarla se le había partido una de las gomas.
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