LITERATURA
RELATO:
COMO TODOS LOS JUEVES
Escribe: MICAELA LÓPEZ – 5º año Comunicación (2020)
Gentileza: INSTITUTO EVANGÉLICO AMERICANO
La película empezaba a las doce en punto del mediodía. El frío de julio era casi insoportable en la ciudad. Como todos los jueves, yo esperaba sentado en la vereda hasta que las puertas de vidrio se abrieran. Aunque este jueves era distinto a los demás, hoy cumplía 30 años. Por esta razón, la entrada esta vez fue un regalo. No pasó mucho tiempo hasta que las puertas abrieron. Cortaron mi regalo y me permitieron entrar. Ahí me encontraba otra vez, en esa butaca roja y suave, en el medio de la sala. No podía ver mucho a mi alrededor, solo oscuridad y más butacas, todavía vacías. Ni siquiera alcanzaba a ver la puerta, o personas entrando. El único sonido que llegaba a escuchar era el de mi butaca cuando se movía. La única luz que iluminaba la sala parecía apuntar hacia mí. Doce y cinco esa luz se apagó y el estreno de la semana comenzó a proyectarse en la pantalla grande.
Un hombre que aparentaba sesenta años bajaba a desayunar. Mientras leía el diario, se abrigaba y preparaba un café. Su piel estaba pálida, casi tan blanca como su pelo. Cada vez que respiraba, le salía humo de la boca a causa del frío. Había lago en él que me resultaba familiar. Quizás lo había visto en otra película. Se estaba sirviendo el café cuando notó que había un paquete sobre la mesa. Tenía pegada una etiqueta y una frase escrita a mano “Como todos los jueves. Felices sesenta” Cuando terminó de prepararse mandó un mensaje de texto a alguien, no llegué a ver a quién. El mensaje decía “Gracias por el regalo. Ahí estaré”. Caminaba por la ciudad casi sin mirar a su alrededor, como si hubiera recorrido ese camino muchas veces antes, como si lo supiera de memoria. A medida que se iba acercando a su destino, las personas, los sonidos de la calle y hasta él mismo parecían desvanecerse poco a poco. Se detuvo frente a dos puertas de vidrio, todavía cerradas. Sus palpitaciones se aceleraban notablemente y el frío se volvía cada vez más insoportable. Miró su reloj, marcaba las once y cincuenta y cinco. Las puertas se abrieron. Cortaron su regalo. Una butaca roja y suave. Sólo una luz. Doce y cinco del mediodía. El proyector se encendió. En la pantalla grande, un hombre que aparentaba treinta años, sentado en la vereda.
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